El e-mail llegó puntual. A las 9, desde el gimnasio, se conectaba por última vez a internet. Anita la decía que a las 10 habían quedado en la Puerta del Sol para irse de cañas. Llevaba la ropa que llevó al trabajo y estaba algo cansada, pero la propuesta era tentadora y decidió aceptar.

La noche prometía y es que aparcar a la primera en las proximidades de la Plaza de Santa Ana, no podía ser nada más que señal de la buena suerte de aquel día, ya noche.

Aparcado el coche, su amiga y Ella, se dirigieron hacia Tirso de Molina donde habían quedado con el resto. La consigna era llevar algo de color rojo y todos hicieron lo propio. Corbatas, bolsos, pendientes y hasta zapatos tenían ese color. Era un grupo heterogéneo pero genial.

Callejearon al mismo son que tapeaban. El frío de la calle de un otoño recién instalado por sorpresa, invitaba al recogimiento del personal alrededor de una de bravas y unas copas de tinto. Las conversaciones se sucedían sobre diversos temas, política, informática, viajes, cultura....

Y una guitarra sonó. Y primero el silencio. Y luego el alboroto de cantar el Chiquilla a trozos, de la versión de Pájaros de Barro, como no, y más miscelánea musical típical hispanis para seguir con la juerga.

Fue entonces cuando el la vio. Dio un sorbo más a la copa de vino, que apoyada en la mesa de al lado, le dotaba un toque más bohemio si cabe. Y alzando el vidrio hacia Ella, cuál brindis, volvió a posar la copa y tocó.

No se conocían, nunca antes se vieron.

Pero Él supo que esa canción era para Ella y

Ella supo que era la protagonista de la historia que Él cantaba.