A veces echo de menos Damasco. La intemporalidad permanente de sus calles, el caos organizado, el silencio en la Gran Mezquita, los paseos por el barrio cristiano, la magia de la llamada a la oración… La felicidad del trabajar para vivir y no el vivir para trabajar. Sus gentes, sus risas…

A estas alturas del verano, con un calor que “pa qué” y con pocas ganas de casi todo, me hallo encerrada entre cuatro paredes revisando apuntes y poniéndome al día para los exámenes finales (o eso esperemos) de septiembre. Unos meses, mayo y junio, demasiado movidos como para estar centrada, y que al final dejan un sabor amargo después del trabajo hecho, de no haber conseguido los resultados esperados.

Se jugó al todo o nada en búsqueda de un futuro laboral, cuando se pensó que el todo tenía el 90% de posibilidades de ganar, y… apareció ese otro 10% que tendemos a ningunear pero que indudablemente, descorazonador, existe.

Con la mirada puesta en los apuntes y la mente en horizontes lejanos, apenas girar la cabeza de mi mesa y una foto me recuerda aquel abril de 2004. Por segunda vez estaba en Siria y mis ojos recorrían cada uno de los sitios que el verano 2003 conocí, con una particularidad, mi regreso significaba el deseo de revivir lo sentido y de descubrir lo inapreciable para los ojos del novel turista.

La tarde transcurre rauda y es momento de volver al estudio. Creo que me prepararé un té. Quizás acerque la foto. Y… porqué no… un poco de música instrumental árabe no vendrá mal. Con la chilaba puesta, veo esfumarse los humos de una cachimba imaginaria que deja un suave olor a azmicle en el ambiente, evocando momentos de silencio y paz interior.

Entre los blancos muros de un patio, a la sombra de un vetusto árbol. Sólo la fuente central consigue refrescar el ambiente sofocante de la primera hora de la tarde. Unos pasos rompen la armonía de la callada corredera. El Hammam de enfrente de casa acaba de abrir las puertas, hoy es jueves, “sólo mujeres”, quizás un relajo me ayude a proseguir con la tarea…